Me gusta caminar por la playa en los días de viento. Tras dos horas de camino me siento agotada pero satisfecha. Entre las rocas hay un hueco. Mi sitio favorito. Está lleno de pequeñas piedrecitas. Me he sentado a tomar el sol y a pensar en los momentos felices de mi vida. Aquellos, cuando me decías: «quien fuera la taza para tocar tus labios» cuando preparaba el desayuno con café y tostadas. O «quiero ser el azúcar que endulza tu café y tu vida».
Son las once de la mañana y el sol calienta. No quema, pica. El mar muestra su belleza de espuma blanca. Horizonte celeste y plata. El viento lo agita con su fuerza controlada. Las olas se estrellan contra las piedras. Las gotas de agua que vuelan por el aire se posan sobre mis labios, y mi bloc de notas. Las saboreo. Agua salada que refresca mi piel. Mi cuerpo. Sumerjo mis pies en la superficie.
Un cangrejo camina hacia algún lado que no descifro. Veo cómo navegan los surfistas sobre las olas. Uno ha hecho una pirueta en el aire y ha caído. Otro da un salto de varios metros hacia arriba, vuela con alegría y grita de emoción. Ya me he acostumbrado a este tipo de espectáculo.
El verano se despide. Espero el otoño con mi mejor sonrisa. Pronto llegará el frío y tendré que usar bufanda y abrigo. Las noches se alargan. Tomaré café calentito y veré llover tras los cristales de mi hogar. Después llegará la navidad y tendré que soportarla, como todos los años, sola. El amor tiene fecha de caducidad. Los hijos crecen y se van. Dibujo corazones que borro con la goma del olvido. Hago planes de futuro que guardo en un cajón vacío.
Tranquila, sigo mi camino de vuelta a casa.