La noche del trece de agosto fui a ver una lluvia de estrellas, las famosas perseidas bajo un negro cielo lleno de puntos blancos, a oscuras en una apartada playa de Almería. Algunas de ellas se precipitaron sobre al mar, quizá destinadas a caer por el borde del mundo al infinito vacío, a perderse para siempre o a cambiar de sitio en el firmamento. Con la cara levantada, atenta al cielo, revisaba cualquier movimiento. Quería ver al menos una estrella fugaz.
Un ruido a mi espalda me distrajo del entretenimiento. Miré hacia atrás. Vi la mortecina luz de un diminuto farol que pendía del techo sobre de la puerta de una solitaria casa en el cerro. La habían vuelto a habitar los recién llegados veraneantes de Madrid.
Me atrajo la atención otra luz blanca que apareció cerca de la puerta trasera de la vivienda. Al principio, la luz fue un punto lejano que provenía del jardín de la casa. Juraría que salió del seto, junto a la silueta de una despeinada y gran palmera que se mantenía erguida entre el suelo y el cielo, donde termina el césped y empiezan las dunas de tierra.
Empecé a alarmarme al observar algo raro. Me puse en pie, expectante al movimiento de la luz que, de repente, se acercaba a la orilla de la playa a gran velocidad monte abajo. Abrí los ojos, sin parpadear, vi que la luz se detuvo como si hubiera topado con algo. Aquello no era una estela de polvo brillante, sino una bola blanca en bruto. A los pocos segundos volvió a avanzar en lo que pareció recuperar su antigua trayectoria, esta vez zigzagueante.
Quise acercarme a ella, pero el miedo me mantuvo paralizada a la espera y con la esperanza de que se apagara o desapareciera del mismo modo que apareció. Pero la luz se movía y, esta vez, se acercaba lentamente.
Aquel extraño fenómeno se encontraba a pocos metros de mí. Empezó a tomar forma y pude distinguir al sujeto que producía aquella terrorífica forma. La camiseta de un blanco fosforescente deslumbrante. Lo comprendí todo. Arrastrando una preocupación interna se encontraba a mi altura. Me miró. Con un movimiento de cabeza me saludó. De su boca rota salió una ligera y nerviosa sonrisa. Mostró su blanca y brillante dentadura rodeada de moratones.
Siguiendo la línea que dibuja la orilla del mar, sin interrumpir su trayectoria, con paso lastimado, cojeaba de la cadera izquierda. En los codos llevaba varios rasguños sangrantes. La cabeza sucia de tierra diminutos matojos enganchados le colgaban del pelo canoso. La fosforescente camiseta estaba rota por la espalda.
La bola blanca se fugó entre las sombras de la noche como una estrella, ralentizada.
17 08 2020
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Memorias de Azahar
Azahar tenía en mente escribir un libro en el que hablaría de su vida. Experiencias vividas a lo largo de los años, un estilo a sus memorias, pero se lamenta de no ser famosa y no querer hablar de ellos, los famosos. A los lectores les gusta saber de la vida de los famosos, poderosos, políticos y artistas, conocer sus miserias, compararlas consigo mismo y pensar que al fin y al cabo ellos y los otros son personas como el reto de los mortales. Para nada les importa lo que tenga que decir una persona de poca monta como Azahar, anonima para el mundo. No creía que a los lectores les interese conocer lo que tenía que contar una escritora anonima.
Conocí a Azahar en un colegio llamado «Diego Velázquez» nombre del famoso pintor, Diego. Cursábamos segundo o tercero de primaria cuando la vi subir al escenario improvisado para la ocasión. La maestra de religión lo había organizado todo para celebrar la navidad de aquel año con la virgen, con José, un niño viviente, y una piara de animales de todos los cursos. La vi a ella encima de aquel escenario de madera y empezó a berrear una poesía por todos conocida, para mí ya olvidada. Éramos unos críos de poco más de un metro de altura. A ella le gustaba el teatro y a mí me enloquecía su imaginación. Yo era su principal espectador, admirador incondicional, aplaudía sus puestas en escena rompiéndome las manos.
De los borregos de aquel colegio a penas me acuerdo, pero la memoria se me llena de Azahar, nunca me la quité de la cabeza desde que una mañana bien temprano me agarró del pecho, arrugando mi abrigo en su puño me amenazó con ser escritora, pero, cuando se hiciera mayor porque a los niños no se nos hacía caso. Pensé que estaba loca y su locura me volvió loco por ella.
Azahar era auténtica, no la podían engañar porque conocía todas las mentiras que los otros pudieran inventar. Tenía una intuición tan grande que se salía de este mundo. No está hecha de la misma carne ni del plástico ni del cartón que están fabricadas otras mujeres.
A los tres o cuatro añitos sus padres la subieron en una noria. Me dijo que no le gustó porque aquello de girar y girar en el mismo sitio le aburría. De mayor se paseó en la montaña rusa del parque de atracciones en Madrid. Una y no más santo dios, dijo con la boca seca, la piel de su cara pálida y un temblor en las manos, cuerpo y rodillas inolvidable.
Hará pocos días la volví a ver y me dijo, sonriendo, que su vida es como una montaña, pero no rusa, sino una montaña de mierda, todo le iba de culo. No quise saber nada de aquel famoso libro que tenía en mente por si me volvía a agarrar del pescuezo y le diera por apretar sin control ahora que era mayor y más fuerte. La invité a cenar y me contó cosas que yo no sabía. No las voy a desvelar aquí, eso lo dejo para su libro, su famoso libro si es que alguna vez ve la luz.
—Siempre te he admirado, le dije a boca llena, entre bocado y bocado.
—Eres como un San Valentín cuerdo que no pelea por un loco amor verdadero hasta que evoluciona de forma tan inútil que está condenado a morir de asco. Contigo me debí casar.
Me quedé congelado mirando sus verdes ojos un largo rato, le parpadeó el derecho y supe que estaba de broma. Bebí del vaso de agua para bajar la bola de pan que se me quedó enganchada en el gaznate y no bajaba de la boca del estómago.
—Quiero vender tu nuevo libro, dije a bocajarro.
—Llegas tarde, ya los he vendido todos.
Pocas veces me he cruzado con personas tan valientes como ella, defensoras de la causa: » Venga lo que venga hay que estar preparados para la lucha» Sigue siendo una adolescente de armas tomar. Capaz de lanzarte un dardo al ojo y acertar en mitad de la pupila para que veas el dolor desde tu punto de vista. Influyente, fuerte, capaz de coser las costuras, torcidas, con hilo de sedal, el disfraz de moda. Ha escalado rápido las paredes del pozo al que cayó a cámara lenta. Contenta, porque nunca le faltó su propia luz, por llegar arriba en mitad de la oscura noche y echar a andar por un nuevo desierto. Nadie como ella critica a los que escriben libros llenos de falsas esperanzas, sin conocimientos previos vividos en primera persona. Dice que para hablar de lo que no sabes es mejor estar callado. Pero hoy en día se estila hablar por no ser capaz de escuchar al silencio. Por eso vamos a contar mentiras «tralará».
PARKY

Todo empezó la noche que llegué a casa a eso de las doce y media, después de una larga y pesada jornada de trabajo. Durante esas horas mi perro Parky se había quedado solo en casa.
Al abrir la puerta del portal me crucé con mi vecina del quinto. Profesora de piano en el conservatorio del pueblo. Vino a vivir al edificio hará un par de meses. Me dijo que mi perro había entonado diferentes sonidos en la escala de no sé qué a lo largo del día.
Supuse que se trataba de una queja, pero no fue así. A ella le pareció que mi chucho, como ella lo llama, tenía talento para expresar sus sentimientos. Con ciertas notas y cambios de volumen en sus ladridos casi afinados creyó oír una llamada y una melodía. Lo describió como extraordinario un sentimiento distinto con cada aullido. Sus aullidos se habían convertido en música para sus oídos. Todo parecía tan anormal, atípico y raro que me empecé a asustar.
Mi Parky habla, pensé sorprendida al escuchar a la vecina imitar el aullar de mi perro. Yo, con cara de científico loco, y tan ilusionada como quien descubre un mundo mejor al imaginar a mi Parky en el conservatorio delante de un micrófono y con patio de butacas lleno de público. Me dio la risa.
Corrí a casa, abrí la puerta y allí estaba, esperándome, enfadado. La primera impresión que me dio al verlo sentado sobre su rabo con cara de cabreado fue que Parky no se alegraba de verme. No vi oscilar un milímetro de su cuerpo, rabo ni ojos.
Creí que de un momento a otro me echaría una bronca de un par de cojones, pues, según lo que me dijo la vecina puse la esperanza en que mi perro había estado practicando algún tipo de lenguaje para comunicarse conmigo. Me hice la falsa idea de que podríamos entablar una discusión inteligente en cuanto se le pasara el enfado.
Su boca no emitía ni un solo sonido ni queja ni aullido ni siquiera un sencillo bostezó. Me miraba en silencio, quieto, como una estatua. Mirándolo al hocico percibí algo extraño en él. El color de sus ojos cambiaba con intermitencias. En su ojo derecho parpadeaba un rojo sangre alternado con el marrón natural de su color. El izquierdo cambiaba del marrón natural al naranja. La luz intermitente se encendía con una intensidad enloquecedora. Sentí la bruma del miedo entrar en mi cerebro. Y un escalofrió alteró los poros de mi piel. Me empezó a preocupar todo lo que estaba pasando con Parky. No sabía qué pensar. Me acordé del veterinario, pero deseché la idea de llamarlo cuando su cara de bobo apareció en mi cabeza durante unos segundos. Sin dudar borré de la mente la imagen del veterinario y su probabilidad.
Solté el bolso. El mal humor de Parky no me daba suficiente confianza como para darle la espalda por completo. Con las llaves en la mano sin dejar de mirar al perro busqué la cerradura a tientas y cerré la puerta.
Me dirigí despacio hacia Parky que seguía tan quieto como un peluche. Consiguió asustarme de verdad.
¿Se ha muerto el perro? Se preguntó mi mente con curiosidad por saber más. Idiota, pensé ¿Cómo se te ocurre pensar eso? Tiene los ojos abiertos y me está mirando. Quieto.
Ya que apareció, aproveché mi propio interés para auto pedirme ayuda. Tú, que ere más inteligente que yo, me dije, sabrás como ayudarme a resolver el misterioso motivo por el cual Parky se porta de forma tan extraña. (Necesita salir a despejarse, a oler a otros de su raza, a cagar) Fue sencillo. La repuesta de mi propio pensamiento era la solución.
Miré los cuencos de comida y agua que estaban vacíos. Al parecer Parky había pasado el día dándole vueltas a los platos hasta dejarlos boca abajo. Mojados, por un chorro de pis tan turbio que parecía pintura amarilla. Lavé un plato y lo llené de pienso. Hice lo mismo con el de agua.
Ordené a mi mente callar y a pensar en silencio ya me estaba partiendo de la risa recordando a la vecina del quinto. Con toda la información que me proporcionó “la músico” y con los datos que había mostrado al descubrir la situación de Parky tenía tarea suficiente para resolver el misterio que envolvía a Parky en su mirada. ¿por qué le cambiaban de color?
Salimos de casa. Sin fuerzas, sin ganas, decaído, apenas oscilaba de un lado a otro. Dimos una vuelta por el descampado. Parky echó quince meaditas. Cuando desechó todo lo que tenía dentro vi que empezó a recuperar la movilidad en su rabo. Levantó la pata en una piedra y le echó la última gota de pis que le quedaba en la vejiga.
De vuelta en casa observé a Parky comer con ansia. Sentí lastima por él al ver que le caían lagrimas de sus ojos ahora multicolor. Parky se había comido todo el pienso, dejó el plato vacío y bebió agua. Ahí fue cuando me di cuenta que sus ojos dejaron de parpadear en colores para permanecer con su color natural. Volvió a la normalidad. Comprendí que el cambio de color se debía a sus necesidades. Cada color significa un sentimiento, una cosa, un deseo. Deduje que era la forma que Parky había encontrado para hablar conmigo, aparte de ladrar o aullar para los vecinos. Me sentí grande al descubrir, como quien descubre un mundo mejor, que mi perro, en una situación tan crítica, ha evolucionado hasta el punto de aprender a comunicarse, aunque sea con la mirada psicodélica, con los humanos.
Solté una carcajada de alivio a descubrir que el problema que sufría Parky no era otra cosa que hambre, sed y ganas de salir a hacer sus necesidades, en vez de ser artista. Era la urgencia de Parky que solo pedía mi atención y de mis cuidados.
Aunque la realidad fuese bien distinta. Quizá, a mi vecina, la del conservatorio, le llegó la música de alguna lejana emisora de radio en la que sonaba la canción que creyó oír en el aullar de Parky. Que se tratase de interferencias entre ondas en un segundo plano lo que pasó en realidad. Mezclando las distintas realidades para formar una.
Desde aquel día no dejo de mirar a Parky con admiración y respeto. Y miedo.
M Torres L mayo 2020