Que no se enteren los necios, ni los envidiosos, del aprecio que nos tenemos.
Es mejor hacerles creer que no hay amor entre los dos.
A los envidiosos hay que darles lo que nadie quiere con un poco de desprecio, y, medio, o más, de odio, será suficiente para mantenerlos contentos.
A los necios podemos derramarles cualquier versión de rabia en la cepa de su entendedera agujereada por la ignorancia extrema. Cuanto más mierda les demos, mejores sandios serán.
Pero que no se enteren de nuestro amor y de cuánto nos queremos: los despreciables sandios necios, ignorantes, envidiosos.
Mi querido y respetado amigo: Esteban El relato escrito ayer en clase por mi alumna Victoria ha provocado en mí varios sentimientos contrastantes: Rabia, tristeza, alegría, satisfacción. Rabia por la claridad de sus argumentos. Tristeza por su abrumadora sinceridad. Alegría por su soltura narrativa. Y satisfacción porque es mi pequeña rebelde, astuta, sincera, directa y terriblemente divertida aprendiz. Pienso que vale la pena enviarle una copia del papel escrito a mano para que lo analice con detenimiento. Puede darse por aludido, pues, el protagonista del debate fue usted, mi amigo. También le envío mi más cordial felicitación para su familia, y el deseo de que pasen una noche buena del mejor modo posible. Sin más que decir le ofrezco mis saludos, unidos a continuos agradecimientos por su ayuda. Amadeo Andalucía, a 24 de diciembre del 2020
El sueño me despertó a eso de las cuatro de la madrugada. Se levantó él y me levanté yo. Salí de mi mullida cama de sábanas floreadas de color naranja. Me obligó a salir de mi cómodo cuarto, en pijama de algodón color rosa palo. Me obligó a encender la luz del pasillo de mi pequeño departamento; la luz del salón comedor; la del cuarto de baño y la de la cocina. Fui andando, lentamente, con el sueño fugado y la mente despejada. La preocupación me obligo a encender la televisión buscando desesperadamente algo con qué distraerme, pero, a pagarla dos minutos después; a abrir un libro aburrido, y, a cerrarlo al segundo.
A eso de las cuatro de la madrugada estaba levantada. Desde el salón fui a la cocina en zapatillas de peluche, de perro. Tomé un gran vaso de leche blanca, caliente, y una cucharada de dulce miel para prevenir algún resfriado. Comí un puñado de cereales de trigo en un pequeño cuenco de cristal transparente.
Esperé más de una hora sentada en la silla de la cocina: la que tengo junto a la mesa que hay debajo del reloj que hay en la pared. Lo miro con atención, para ver si el sueño volvía a aparecer en cualquier minuto de su lento crujir por alguna ventana del pequeño departamento, donde habito. Pero el sueño no vuelve ni solo ni con ganas de dormir. Hay que ir a buscarlo, pienso seriamente, pero, no lo busco en mi mullida cama. El sueño está fuera. La marcha del sueño me levantó demasiado temprano como para salir a la calle a buscar sin tener un lugar a donde llegar.
Lo esperaré cómodamente sentada en el sillón del salón comedor. Con los ojos abiertos y la mente en blanco como el papel del escritor que no sabe ciertamente cómo empezar a escribir un rollo como este. En un descuido, mío, el sueño se me escapó por la gran ventana. Por la ventana que está abierta para que entrara la brisa de la mañana. Mañana la dejaré completamente abierta, por si al sueño le da por volver a entrar por ella. Grande insomnio el mío, pues, el sueño se me fue por la ventana, de madrugada.